La hija había dicho que iba al bosque a por moras rojas y frescas.
A nadie sorprendió. Aguardaban desde bastante tiempo la decisión de la joven. Sólo el padre marchó a un rincón de la cabaña, para volver con algo en las manos. Todo en el más tenebroso de los silencios. Y la muchacha notó ausencia, en la mirada gris de su progenitor de cualquier síntoma sentimental, y llevó su interés a las manos que suejtaban un azote de siete lenguas de cuero.
El padre entregó el artificio a la hija y su rostro adquirió un tono ocre; se despojó de la camisa y mostró las anchas espaldas a la joven.
"¡Azótame!", exclamó.
La muchacha levantó la mano con el azote y dejó caer con todas sus fuerzas el castigo sobre las carnes del padre, una vez tras otra hasta que el hombre quedó ensangrentado y sin sentido cayó al duro suelo de piedra.
La madre miró a la hija y la besó en las mejillas; había lágrimas en sus ojos y se arrodilló ante su hombre para curarle las heridas.
La hija había dicho que iba al bosque a por moras rojas y frescas; y salió al bosque a por moras rojas y frescas.
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