La soledad del soldado se manifiesta en el campo de batalla con una sensación ambigua, ser valiente o cobarde.
El soldado era muy joven, sin experiencia, y había recibido la orden de avanzar campo abierto en dirección a las trincheras enemigas. Avanzaba a merced de las balas disparadas desde enfrente, estas silbaban en su vuelo sin alcanzar el objetivo. El joven soldado seguía avanzando con la bayoneta calada dispuesto a herir el cuerpo de quien estuviera delante. Ya le quedaba poco para alcanzar la trinchera e iba viendo de soslayo como caían sus compañeros de avanzadilla. El sudor recorría su frente como pequeños riachuelos salados en la piel del combatiente. No se detuvo, llegó a la trinchera exhausto por el esfuerzo y pisó cadáveres de supuestos enemigos en sus improvisadas tumbas. El joven soldado siguió avanzando sin volver la vista atrás,
aquel dantesco panorama lleno de muerte. Iba pensando que ya no oía las balas silbar a su alrededor, el avanzaba, sin enemigos a quien clavar la bayoneta; entonces llegó hasta la orilla de un río, se detuvo, no sabía cuanto había avanzado a pesar de las pesadas botas militares, pero mucho, había caminado mucho en su avance, y se dio la vuelta para observar la distancia, ya no se veían las trincheras y el soldado se derrumbó, cayó al suelo y lloró sin saber que hacia allí lejos de casa. Ni aquellos soldados muertos ni los vivos eran sus enemigos, ni aquella guerra su guerra. El era soldado español y su guerra quedaba lejos de aquel campo de batalla. Así que pensó en volver a casa, a España, no fuera que alguien acabara con su vida y fuera pasto de los cuervos.
De manera que volvió los pasos de regreso a casa procurando sortear a los combatientes de ambos bandos,
no le resultó difícil aunque de vez en cuando se topaba con lugareños que le preguntaban:
__ ¿Dónde vas soldado?
El joven soldado procuraba sonreir mientras les contestaba:
__ Vuelvo a casa. Esta no es mi guerra.
Y los pajarillos menudos cantaban en el campo.
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